Cecília Paim
(No quiero que me traigas más flores)
La lentitud de las cartas de Ellen
Elle escribe cartas como quien lanza piedras. Pequeñas armas que usa para abandonar a sus amantes, para contarles sus experiencias con otros hombres. Pequeñas armas que hacen de su vida un lugar lento y algo pesado. Al otro lado de Elle un tipo recibe unas letras que sólo tienen un propósito: herirle. Después cae enferma, tiene un bebé y parece que el mundo se acaba. Pero el mundo no ha hecho otra cosa que comenzar.
La mujer todavía no es deseada
La mujer que está en el centro de la habitación no está siendo deseada por quien la mira. Sin embargo, la mira. Y es en ese acto que se refugia la mujer que se ovilla en las sábanas tumbada en el suelo. Se cubre los ojos con una venda, pero la venda no está suficientemente fuerte y, si los abre, puede ver toda la habitación. Por la ventana entra la claridad de la noche y también el oleaje de la playa. No está siendo deseada por quien la mira, pero quien la mira está deseando el cuerpo que estuvo sobre ella hace apenas unas horas. El cuerpo que estuvo sobre ella hace apenas unas horas ha sido violento y brusco, cruelmente sexual. Es eso lo que desea el hombre que mira a la mujer. Más que a la mujer, su muerte.
Mariposas de finales de febrero
Tengo dos mujeres. Una está barriendo la entrada de su casa y no tiene tiempo para las mariposas de la capilla. La otra tiene los bolsillos llenos de nieve y oye el aletear de unas mariposas sensuales pero no tiene tiempo para barrer la entrada de su casa. Una se llama Ana y la otra Otilia. Pero no sé cuál es cuál. De todos modos, ninguna me pertenece todavía. Sólo si las uno en un sólo punto pueden formar una mujer con un único apellido, el inventado. Mientras, en la capilla hay unas mariposas que esquivan los copos de nieve con maestría, mientras afuera un señor, sentado en un parque y observando amorosamente las ramas de un árbol, piensa que pronto estará muerto. Seré un fiambre, dice.
El pelo oscuro es inflamable
La niña se ha cortado el pelo, desobedeciendo, y ahora ya no es hermosa. Lo es más. Ha creído que su bonita cabellera très belle la iba a rescatar del olvido en la que sus dos demonios la tenían sumida. Y así ha sido. Ha sido rescatada por los dos demonios, le han apretado las trenzas que ya no reposan en sus hombros. Le han acariciado la calva. Es una niña todavía, no controla sus emociones. Ahora ya tampoco controla sus rizos. Encima de un pequeño monstruo con caderas de mujer respondona reposa su pelo. Ella no lo sabe, pero será lo último que prenda en el incendio.
La casa que se quema es la tuya
Una casa está quemándose y se han equivocado al darle a la alarma, quedando como válida una casa que no está quemándose y que es la nuestra. Algo así pasa en el libro que estoy leyendo. Aunque a su vez están pasando otra infinidad de cosas, como que Dorcas es la mujer del hombre al que amo y la acabo persiguiendo. La sensualidad es algo que no me arrebatan tan fácilmente, y la llevo como mi cuerpo me va dando a entender. Amar a una hija que no es mía tampoco es algo que me puedan negar. Así es. La casa que se quema es la tuya. La hija que se muere no es la tuya. Pero huele a humo y a muerte de todas formas. Habrá que pagar la cuenta del incendio. Nunca entendiste esa frase. Por eso tuve que dejar de amarte y perseguir a mujeres que se llaman Dorcas y que se casaron antes que yo con el hombre al que amo.
Ése es nuestro consuelo
Si amas a un hombre casado,
mantienes una relación especial,
secreta y callada con su esposa.
JOYCE CAROL OATES
mantienes una relación especial,
secreta y callada con su esposa.
JOYCE CAROL OATES
Es lamentable, es terrible. Somos bestias, ése es nuestro consuelo. Nuestra justificación para no caer rendidas ante una frase que nos va a descubrir nuestro lado más salvaje y primitivo. Si amas a un hombre casado, estás también amando a su mujer. Mantienes, sí, una relación especial con ella. Y la maldices, pero también la amas. Y a través de ese hombre al que crees amar, el que cree estar casado, empiezas a tocarle las piernas, y también a besarle la boca, y le miras los ojos y te recuerdan a otro hombre casado que ya no es el tuyo, y sabes que no te ha pertenecido y que muy probablemente no va a hacerlo. Pero de pronto ya está, estás persiguiéndola por corredores de la muerte y alguien te persigue y te dicta que sigas tras ella, que no la abandones. El hombre casado queda en medio. Queda en medio, y se queda absolutamente solo.
Hermanas gemelas de Bette Davis: I

Se murió, la muy niña.
Se nos murió a todos la sirena.
AINIZE SALABERRI
Se nos murió a todos la sirena.
AINIZE SALABERRI
En realidad, no sé. En realidad no debía preocuparse. Las niñas que son rubias de pequeñas, después se hacen grandes y son casi morenas. Castañas. No se tenía que preocupar tanto, en realidad, porque yo después me iba a poner morena como ella. Pero le daba rabia, lo del pelo. A mí me daba igual. Me daba un poco lo mismo parecerme a mamá o a papá. A papá lo miraba por las noches en una retrato que había en un mueble del comedor. Un mueble que mamá mostraba a las visitas como si fuera un diamante y al que cuidaba como si fuera una persona. A veces se pasaba horas pasándole un trapo húmedo, porque decía que poníamos las manos encima y se quedaban las huellas y así, con la luz que entraba por la ventana, se veía sucio. Sucísimo. Miraba aquel retrato y pensaba: papá. Algunas noches cuando cerraba los ojos para irme a dormir, pensaba que se me olvidaría su cara, a fuerza de ausencias. Pero no se me olvidaba, porque yo la miraba y podía verle ahí. Y más bonita, porque ella era un poco más bonita que papá. Le daba rabia, pero a mí me gustaba. Un día me lanzó el retrato al fondo de la piscina. Y le había atado una piedra con un cordón de zapatos (que después el zapato iba sin el cordón, y se le caía, pero no decía nada porque mamá, uf, mamá se habría puesto hecha una furia), para que se fuera hasta el fondo. Ahora si le quieres vas a saltar al agua, aunque te dé miedo. Pensé que no quería yo tanto a papá como para eso, pero me dio vergüenza reconocerlo. Me tiré al agua. Y después abrí los ojos y no veía nada, y los ojos después rojos, rojos. Rojos de verdad. Pero yo intentaba ver dónde estaba el retrato, pero estaba borroso, borroso. Más borroso que cuando lloras y no entiendes la realidad. No sabía qué hacer, excepto, por instinto, contener la respiración. Me dejé como si estuviera muerta, porque pensaba que me iba a morir, y acabé flotando. Y ella me dio la vuelta y me dio un beso en la boca, porque se había asustado. Me has asustado. Estaba enfadada, pero que muy enfadada conmigo. No paraba de decir que la había asustado. El retrato de papá estuvo algunas horas ahí en el fondo de la piscina, pegado a una piedra, y en ese rato yo me olvidé de su cara y pensé que nunca más lograría recordarle. A no ser que le viera, pero tampoco tenía muchas ganas. Bueno, podría mirarla a ella y pensar que era lo mismo pero menos bonito. Papá era menos bonito, aunque era bastante bonito. Por ejemplo, cuando salí del agua mi pelo no era rubio. Me has asustado. Ni media palabra a mamá. Entonces me asusté yo un poco, porque la palabra mamá me sonaba extraña. Como cuando dices mucho vaso. Vaso, vaso, vaso, vaso. Y al final no sabes bien qué significa. Sí lo sabes pero es diferente. Es una palabra nueva, y en realidad no significa vaso. Vaso, vaso. De repente mamá me sonaba a vaso un millón de veces dicho en voz alta. Mamá, vaso, mamá, vaso. Ninguna de las dos palabras era ya mamá o vaso. No sé qué eran.
Imagen: Virginia and Adrian Stephen
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