Las hermanas Lucas: III



No quiero que me traigas más flores.

Victoria se preguntaba de dónde diablos había sacado esa frase. Y también a quién se la decía. Y de qué flores estaba hablando. Sin embargo, le sonaba como si ya la hubiera escuchado antes. Ella también podría haber dicho esas palabras, en ese orden, como en un recuerdo. No sabía cuál.

María le había dicho al gato Mussi no quiero que me traigas más flores. Pero no había gato ni flores. Está familiarizada con esas palabras. Cuando juega con sus muñecos, muchas veces reproduce esa frase exacta. Una vez le preguntó a su maestra, cuando todavía le costaba un poco escribir, cómo se ponía no quiero que me traigas más flores. La profesora se lo dibujó en una hoja del cuaderno y a María le parecieron las palabras más hermosas del mundo.

La muñeca recortable le dice a un bote de jabón: no quiero que me traigas más flores. Y el bote de jabón se marcha y suelta un poco de líquido, que es como si llorara.

Victoria quería recordar de dónde salía aquello que parecía, incluso, de tan familiar, una canción popular. Por supuesto no podía reconocer que la había espiado aquella mañana, así que tenía que averiguar cómo hacerlo.

Por la tarde esperó a María una calle por encima del colegio a que saliera. Igual que antes de llegar le soltaba la mano y se adelantaba, al salir corría hasta allí, y sólo desde aquel punto se la volvía a coger. Esperó y esperó y esperó y esperó.

Esperó más.

María no aparecía por ninguna parte. Victoria pensó que le habría pasado algo. A lo mejor la habían castigado en el colegio y todavía no había conseguido salir. Volvió. El colegio estaba cerrado. Se asomó por la ventana de la clase de su hermana. No había absolutamente nadie. El conserje había dejado una nota que decía que salía un momento a hacer un encargo y no volvería en dos o tres horas (ponía la hora a la que lo había escrito, para no dar lugar a confusión). Victoria se sentó donde se sentaba el gato Mussi y esperó.

Nadie.

Tenía ganas de llorar. Sólo tuvo ganas de llorar una vez cuando su madre le obligó a comerse la sopa y ella no tenía hambre. Le ponía la cuchara en los labios, apretando, y le tocaba los dientes. No quería sopa. Le dio una bofetada y se levantó de la mesa. Antes de que pudiera dar un paso, su madre la cogió por el hombro y la volvió a sentar.

Come.
Come, come, come.
Mira tu hermana qué bien se está tomando la sopa.

Aquello la hirió profundamente. Su hermana, que parecía una estúpida comiendo, que la sopa se le caía de la cuchara al plato y se la volvía a comer. Le daba asco verla comer. Aquella noche no tenía hambre. Nunca en su vida había tenido tan poca hambre como aquella noche. Si tuvo ganas de llorar era sólo porque mira tu hermana qué bien se está tomando la sopa.

Ahora tenía ganas de llorar otra vez. No sabía dónde estaba María. No era por eso que quería llorar. No sabía por qué, pero por eso no. Sentada donde el gato Mussi, vio aparecer a su madre, que venía corriendo a buscarla. Ella sí estaba llorando.

En su casa todos se atrevían a llorar menos ella.
Mira tu hermana qué bien llora.

Imagen: B. Berenika

Los hermanos Wandling: II



Una vez que bajé al pueblo una mujer me dijo que conocía a mi madre de cuando eran las dos solteras y que me había reconocido porque éramos iguales: la misma cara, decía, el mismo pelo, decía, los mismos ojos, la misma mirada, decía, se alteraba, decía, la misma boca, decía, y yo la cerraba fuerte para que no pudiera verme los dientes. Me entró a su casa, oscura, llena de una humedad que ahogaba, y me miraba en el pasillo con asombro. Llamó a su marido y a sus hijos y, una vez todos en el salón, dijo: es la de Ann. El marido y los hijos me miraron una y otra vez, pero no sabían de qué les estaba hablando. Dijo: sí, hombre, la de Ann, aquella mujer que... Y se calló y me dijo que lo sentía, sin saber que desconozco la historia de mi madre, de la que ella, por lo menos, creía que era mi madre. Los muchachos se marcharon sin decir nada al respecto de aquella visita que era yo. La mujer dijo: hombres. Como justificándolos. Dijo: ni caso, eres clavadita a tu madre, eso no hay quien te lo quite ya; nosotras éramos amigas. Pero estaba convencida, viendo cómo temblaban sus labios, de que mentía, de que sólo quería enterarse de algo, acercarse a mí por mi condición de huérfana, quizá, de abandonada, quizá, de solitaria. Al salir a la calle, olvidé a lo que había ido a hacer a la ciudad y me volví donde mi casa. Así fue como supe que mi madre se llamaba Ann, o por lo menos una de las madres que he tenido, que no sé cuántas son pero más de una. Ann, decía, Ann, decía, Ann, decía... y pensaba en una mujer que era como yo pero más vieja, pero más gorda. Ann, decía, y no podía con tanto asco. Así fue como supe que mi madre se llamaba Ann, que a partir de aquel momento odiaría a todas las mujeres que se llamaran Ann. Pero la tía Maggie, cuando vivíamos juntas, solas, como de una buena familia, evitaba su nombre y decía: como tu madre. Pero nunca decía Ann. Yo mataría a mi madre con el rifle de Eliot, si la reconociera por la calle, que sería, supongo, como mirarme en un espejo. Sin espejo.
Sin embargo, todo el mundo me hablaba de mi padre. De cómo lo veía cada uno no pude sacar un padre para mí. Parecía como si mi padre se hubiera desdoblado en todas las personas que querían que fuera, era como si no tuviera una personalidad clara, como si se camuflara en los ojos de la gente. Y me preguntaba cómo hubiera sido mi padre si yo le hubiera mirado directamente a los ojos. Pero todos coincidían en lo mismo: que desapareció en cuanto mi madre se quedó en estado. Era educado, era una bella persona, era hermoso, era generoso, grande, sencillo, listo, tan gracioso. Era insoportable, quisquilloso, era malvado, demasiado flaco, con una cara como de animal enfermo, era seco, maleducado. Era que nos abandonaba a los dos, era eso y nada más y lo único de verdad. Pero nadie le evitaba en el recuerdo como a mi madre. Alguna vez Eliot había dicho: como tu padre. De tanto como se habla de él, sin haberle conocido, como yo, pero podía decir como tu padre porque coincidía con alguno de los que fue. Cuando Eliot quiso matarme pensé: como mi padre. Se parecen, se parecen, son iguales, son el mismo. Lo pensaba y no tenía miedo pero lo pensaba y ésa fue la única vez que odié a Eliot con pasión, con esfuerzo. Pero después volvió su mirada, cuando bajó el arma, y supe que no contaba, que aquel odio no contaba.


Imagen: Christopher Ray Pérez

Los hermanos Wandling: I



Así se vive cuando tienes un corazón helado.

Como yo: entre sombras, arrastrándose sobre la roca fría,
bajo las copas inmensas de los arces
LOUISE GLÜCK


Dice que va a venir un tipo con una máquina de fotografiar para que el mundo entero sepa lo que tenemos aquí. Y dice aquí como si en otros lugares no existiera una igual a mí, uno como él. Dice aquí y parece que ha recorrido el mundo entero y por un momento creo que no le conozco, que no sé cómo se esconde del miedo, que apenas le reconocería por la calle si se cambiara la camisa que lleva siempre, una de cuadros negros y azul oscuro que lavo sólo los lunes. Así que va a venir un tipo a fotografiarnos, le digo, le desafío, le ridiculizo, y él dice sí y se pone tan serio que temo que algo malo vaya a ocurrirnos. Se sienta y se levanta de su silla, y digo su silla porque no hay nadie más en esta casa que la use, está inquieto por ese tipo de la máquina de fotos. Se pone delante de mí y me pregunta si huele bien. Le digo que en los retratos eso no se notará y me dice que no sea estúpida, que quiere causarle buena impresión al fotógrafo. Para mí es un día como otro cualquiera: me he levantado cuando todavía era de noche, he ido a la cuadra a cuidar del ganado, he vuelto a casa para comer lo que mamá nos ha preparado. Y ahora el mundo queda inmóvil porque Eliot confía en ese hombre al que no conocemos todavía pero que por lo visto va a hacer algo excelente por nosotros que es sólo sacarnos unas fotos para enseñarnos al mundo entero y que sepan lo que hay aquí. ¿Pero es que alguien sabe lo que hay aquí, alguien, de los nuestros? Eliot se desespera porque no estoy tan excitada como él. Se queja como un niño pequeño, como cuando él mismo era un niño y le iba siempre a mamá con alguna mentira sobre mí. Así está ahora mismo Eliot, con tonteras, paseando de un lado a otro, impaciente, quejándose flojo pero constante. Eliot tiene dos años menos que yo pero siempre se ha comportado como si fuera un padre. También lo hizo porque ninguno de los dos tenía padre y decidió que yo lo merecía. Aunque ahora somos hermanos porque mamá nos acogió en su familia, no le conocí hasta que tuvo él siete años. Al verlo pensé: tiene la cara más fea que he visto en mi vida. Y después se convirtió en mi padre con sólo ocho años y cuando le miraba de perfil no me parecía tan horroroso. Yo llevaba ya algunos días en casa de mamá, aunque todavía no la llamaba así. Hasta el primer día que sí lo hice no había llamado a ninguna mujer como a una madre. Eliot, en cambio, nunca lo ha hecho. Tampoco creo que lo hiciera con su madre anterior, con la de verdad, si es que alguna vez estuvo con ella de veras, porque nunca me lo ha contado, tantos años como hemos pasado juntos. Podría haber llamado madre a la tía Maggie porque al fin y al cabo era lo más parecido que tenía, pero ella me lo tenía completamente prohibido. Decía: no tienes por qué llamarme mamá. Pero yo tenía la necesidad. Decía: tu madre era una buena mujer, aunque ahora no lo creas. Pero no comprendía qué le hacía pensar a la tía Maggie que yo no creía tal cosa, de modo que no lo creía. Una noche, de las primeras, le hablé a Eliot de la tía Maggie y no dijo nada. Estábamos en el cuarto que mamá nos había preparado para los dos y le conté algunas cosas de mi vida anterior a conocer todo lo que conocíamos juntos. Eliot no dijo ni una palabra hasta que le pregunté si se había quedado dormido y dijo: no. Después de aquello no he vuelto a hablarle de la tía Maggie ni tampoco a hablarle de nada anterior a esta casa. Eso es lo que hace que no deje de contármelo a mí misma, porque no quiero olvidar nada de lo que allí ocurrió. Tampoco lo que aquí, pero aquí está Eliot, y tiene una gran memoria.
Algunas noches entra nuestra madre al cuarto y pregunta: ¿están bien aquí, muchachos? Porque siempre nos ha tratado de usted, menos una vez que Eliot me apuntó con un rifle que había robado y decía que iba a matarme, cuando mamá se dirigía a mí, no me trataba de usted, me decía tú, tú. Me decía: Susan, tú no te preocupes, Eliot no va a hacerte nada. ¿No es así, Eliot? A él sí le seguía hablando de usted, pero Eliot tenía una cara que no era la suya y casi parecía sordo. Asentía con la cabeza sin que tuviéramos claro que era a nosotras a quien contestaba pero no dejaba de apuntarme con el rifle y yo no tenía miedo, porque nunca lo tengo y menos de él. Cuando entra en nuestro cuarto y pregunta si estamos bien, yo siempre miento y digo que sí. Eliot ni siquiera se molesta y ya, después de las primeras semanas, ninguna de las dos esperamos su contestación. De cuando Eliot me apuntó con el rifle no se habla nunca. Madre vino una mañana a la cuadra y dijo: no vaya a hablar nunca de lo que ocurrió, no sea que se lo recuerde. Como si Eliot pudiera olvidarlo. Pero obedezco y guardo silencio, pero me lo cuento para que no se me olvide, lo mismo que con las cosas de la tía Maggie.
A la tía Maggie le habría gustado que nos fotografiara un hombre para que el mundo viera lo que aquí tenemos. Una vez tuvimos que acudir a la ciudad para que nos retrataran a todos porque ella quería darse ese capricho: dejadme que me dé este capricho, decía. Y nos peinaba y arreglaba a todos, nos limpiaba los zapatos, nos besaba incluso y posaba sonriente. Empeñó todo el oro que tenía, que era tan poco, para poder tener aquel retrato. Ahora le encantaría que un tipo viniera y nos sacara una con su máquina sin tener que empeñar nada, sólo para el mundo, sólo por lo que aquí está ocurriendo. Mamá, en cambio, en cuanto supo el tema de la fotografía, se puso tensa. Decía: qué querrán. Como si tuviéramos algo que pudiera interesar a alguien, como si tuviéramos qué ofrecer. Eliot intenta tranquilizarnos porque él desea que el mundo sepa de él, pero acaba tratándonos como a estúpidas por no compartir con él el entusiasmo. Yo no le he dicho que cuando vivía con la tía Maggie me hice una con los demás, porque sé que no le gustará. Creo que mamá tampoco lo sabe. La tía Maggie decía: así siempre serás pequeña. Porque cuando sacó el retrato yo tenía cinco años y decía que una mujer al crecer lo único que hace es sufrir, sufrir como un animal, como una vaca recién parida. Ella siempre estaba así como decía: la tía Maggie era gorda, rosada, ancha, con unos grandes pechos, con olor a comida, con una trenza parda larga hasta el final de la espalda, y sufría con desespero por cualquier cosa, incluso por mí, que nunca la necesité excepto para decirle mamá, y como no me dejaba, ni siquiera para eso. Decía que desde que el tío se había marchado no sabía cómo defenderse de la gente. Me lo decía cuando tenía cinco años y todavía no comprendía que un hombre abandonara a su mujer y sus hijos, me decía el tío sin decir su nombre y yo pensaba que no me estaba hablando a mí, porque no sabía que tuviera uno. Ahora yo también abandonaría a la tía Maggie si fuera el tío. La abandonaría una y todas las veces, porque no soporto a las mujeres que sufren como una vaca recién parida. La hermana de mi madre, de esta madre, se parece tanto a la tía Maggie, por eso no me gusta aunque no se lo diga a nadie, aunque ni siquiera ella pueda notarlo, porque cuando tengo un secreto, lo tengo de verdad. Siempre que viene a casa dice: no sabes lo que me ha pasado. Y nos cuenta todo por lo que sufre y para mí que hasta la oigo cómo muge y acabo por no comprender sus palabras. Si pudiera abandonar a la hermana de madre, lo haría todas las veces. Eliot dijo una noche que la mataría sin que yo se lo preguntase. Y supe que lo decía en serio, que la ahorcaría, que le apuntaría con un rifle como hizo conmigo y su cara ya no sería la suya hasta matarla y entonces volver. Cuando dice esas cosas delante de madre ella se hace una cruz en el pecho y le pide en alto a Dios por él. Tengo la sensación de que Eliot también le hace de padre a nuestra madre. Eliot le haría de padre a cualquiera.


Imagen: Walker Evans

Las hermanas Lucas: II



María siguió escribiendo Mussi con dos eses en el diario.

El lunes por la mañan, le pidió a Victoria que no la dejara sola antes de llegar al colegio. Que no se fuera un poco antes soltándole de la mano. Al gato lo habían atropellado un viernes y había conseguido evitar aquella calle durante el fin de semana. Pero el lunes ya no podía ser.

-Deja de comportarte como una niña pequeña.

Victoria seguía siendo dura con su hermana. En algún momento se había sentido culpable, pero después creía que le había hecho un favor. Así aprendería. Así crecería de una vez. Le seguía pareciendo estúpida al comer, al tararear, al equivocarse. Durmiendo le parecía todavía más estúpida.

-No sé por qué no puedes dormir con la boca cerrada.

María apretaba los labios para no hacer ruido durmiendo. Compartían habitación. Victoria parecía un muerto cuando se quedaba dormida, y en el fondo estaba tan hermosa. Pero María, aun durmiéndose consciente de que debía cerrar la boca, se despertaba siempre con ella abierta.

-Es que no sé. No me sale la boca cerrada.

El lunes Victoria le soltó la mano una calle antes, tú ahí, e hizo exactamente lo mismo que el día del atropello. Dio la vuelta a la manzana y se colocó detrás de su hermana para ver qué hacía ahora sin el gato. María estuvo un rato en silencio. La madre de una compañera de clase pasó por su lado y le preguntó si se encontraba bien. Hizo que sí con todo el cuerpo. La madre y su compañera se adelantaron, no sin antes pasarle la mano por la cabeza, en una caricia.

Como si fuera un gato, piensa María.

Entonces mira el sitio donde siempre la esperaba el gato Mussi. Sonríe un poco, pero Victoria desde atrás, escondida, no puede verlo. Tiene ganas de gritarle y decirle que es la niña más boba que ha conocido nunca. Se espera un momento más. María se agacha y pone los dedos como si tuviera comida para un gato. Hace el ruido de llamarle, aunque no dice Mussi. No se le acerca ningún gato. Ni nadie. Le habla a la nada:

-No quiero que me traigas más flores.


Imagen: Christopher Ray Pérez

Las hermanas Lucas: I



Rotunda. Seca. Hija de puta.
ALBA STEPHEN


Cuando se pone esa ropa, le dice que parece una payasa.

Victoria Lucas es dura con su hermana. Es objetivamente dura con su hermana. Cuando María Lucas aclara en el colegio que Lucas es el apellido y no otro nombre, Victoria cree que es estúpida. Cree que es estúpida cuando come, cree que es estúpida cuando tararea una canción, cuando se equivoca es estúpida y además tonta.

María es torpe, no tan guapa como Victoria, un poco gordita. María Lucas, de apellido Lucas, es lista. Inteligente. Victoria cree que simplemente es una payasa porque no tiene sentido del ridículo y por eso no se da cuenta de que lo está haciendo. Los demás se ríen con ternura y Victoria se avergüenza de su hermana.

Cuando van de la mano al colegio, no le dirige la palabra en todo el camino. Una calle antes de llegar, le suelta la mano y anda más rápido. Se adelanta a María y le dice:

-Tú ahí, hasta que yo entre.

María se queda mirando un gato que hay siempre en la calle del colegio. Dice que se llama Mussi. Cuando lo escribe, lo pone con dos eses. En el diario, por la noche, escribe Mussi. Habla con él y se olvida de Victoria, de que es una payasa y de que ya podría seguir andando. La madre no sabe por qué María siempre llega tarde y Victoria no. No lo puede entender.

-Pues porque tu hija -cuando Victoria habla de su hermana dice eso: tu hija, vuestra hija, tu nieta, tu sobrina, tu amiga- se queda hablando con un gato tonto todas las mañanas. Por eso. Ahora ya lo sabes.

Al gato Mussi lo atropellará un coche una mañana cuando María le esté hablando.

Victoria dice que se va, tú ahí, pero en realidad da la vuelta a la manzana y se pone detrás de María. La escucha hablar con el gato y se ríe pensando que está loca, además de ser una infantil. María y Mussi se miran y María le habla desde la distancia.

-Él entiende.

Victoria se queda detrás y Mussi la está viendo, pero no sabe quién es. A veces María tampoco sabe quién es. Victoria da un salto para asustar a su hermana al dar con los pies en el suelo. El gato también se asusta, sale corriendo, le atropella un coche. María no puede apartar la vista de Mussi y ni siquiera se gira para saber quién ha sido la persona que los ha asustado a los dos.

Victoria sale corriendo.
María se pone a llorar.

En el recreo, María busca a su hermana y le cuenta lo que ha pasado. Le dice que Mussi ha muerto, que se ha pasado toda la mañana pensando en ella con ganas de decírselo.

-No seas boba. Sólo era un gato -le contesta.


Imagen: Christopher Ray Pérez