
No quiero que me traigas más flores.
Victoria se preguntaba de dónde diablos había sacado esa frase. Y también a quién se la decía. Y de qué flores estaba hablando. Sin embargo, le sonaba como si ya la hubiera escuchado antes. Ella también podría haber dicho esas palabras, en ese orden, como en un recuerdo. No sabía cuál.
María le había dicho al gato Mussi no quiero que me traigas más flores. Pero no había gato ni flores. Está familiarizada con esas palabras. Cuando juega con sus muñecos, muchas veces reproduce esa frase exacta. Una vez le preguntó a su maestra, cuando todavía le costaba un poco escribir, cómo se ponía no quiero que me traigas más flores. La profesora se lo dibujó en una hoja del cuaderno y a María le parecieron las palabras más hermosas del mundo.
La muñeca recortable le dice a un bote de jabón: no quiero que me traigas más flores. Y el bote de jabón se marcha y suelta un poco de líquido, que es como si llorara.
Victoria quería recordar de dónde salía aquello que parecía, incluso, de tan familiar, una canción popular. Por supuesto no podía reconocer que la había espiado aquella mañana, así que tenía que averiguar cómo hacerlo.
Por la tarde esperó a María una calle por encima del colegio a que saliera. Igual que antes de llegar le soltaba la mano y se adelantaba, al salir corría hasta allí, y sólo desde aquel punto se la volvía a coger. Esperó y esperó y esperó y esperó.
Esperó más.
María no aparecía por ninguna parte. Victoria pensó que le habría pasado algo. A lo mejor la habían castigado en el colegio y todavía no había conseguido salir. Volvió. El colegio estaba cerrado. Se asomó por la ventana de la clase de su hermana. No había absolutamente nadie. El conserje había dejado una nota que decía que salía un momento a hacer un encargo y no volvería en dos o tres horas (ponía la hora a la que lo había escrito, para no dar lugar a confusión). Victoria se sentó donde se sentaba el gato Mussi y esperó.
Nadie.
Tenía ganas de llorar. Sólo tuvo ganas de llorar una vez cuando su madre le obligó a comerse la sopa y ella no tenía hambre. Le ponía la cuchara en los labios, apretando, y le tocaba los dientes. No quería sopa. Le dio una bofetada y se levantó de la mesa. Antes de que pudiera dar un paso, su madre la cogió por el hombro y la volvió a sentar.
Come.
Come, come, come.
Mira tu hermana qué bien se está tomando la sopa.
Aquello la hirió profundamente. Su hermana, que parecía una estúpida comiendo, que la sopa se le caía de la cuchara al plato y se la volvía a comer. Le daba asco verla comer. Aquella noche no tenía hambre. Nunca en su vida había tenido tan poca hambre como aquella noche. Si tuvo ganas de llorar era sólo porque mira tu hermana qué bien se está tomando la sopa.
Ahora tenía ganas de llorar otra vez. No sabía dónde estaba María. No era por eso que quería llorar. No sabía por qué, pero por eso no. Sentada donde el gato Mussi, vio aparecer a su madre, que venía corriendo a buscarla. Ella sí estaba llorando.
En su casa todos se atrevían a llorar menos ella.
Mira tu hermana qué bien llora.
Victoria se preguntaba de dónde diablos había sacado esa frase. Y también a quién se la decía. Y de qué flores estaba hablando. Sin embargo, le sonaba como si ya la hubiera escuchado antes. Ella también podría haber dicho esas palabras, en ese orden, como en un recuerdo. No sabía cuál.
María le había dicho al gato Mussi no quiero que me traigas más flores. Pero no había gato ni flores. Está familiarizada con esas palabras. Cuando juega con sus muñecos, muchas veces reproduce esa frase exacta. Una vez le preguntó a su maestra, cuando todavía le costaba un poco escribir, cómo se ponía no quiero que me traigas más flores. La profesora se lo dibujó en una hoja del cuaderno y a María le parecieron las palabras más hermosas del mundo.
La muñeca recortable le dice a un bote de jabón: no quiero que me traigas más flores. Y el bote de jabón se marcha y suelta un poco de líquido, que es como si llorara.
Victoria quería recordar de dónde salía aquello que parecía, incluso, de tan familiar, una canción popular. Por supuesto no podía reconocer que la había espiado aquella mañana, así que tenía que averiguar cómo hacerlo.
Por la tarde esperó a María una calle por encima del colegio a que saliera. Igual que antes de llegar le soltaba la mano y se adelantaba, al salir corría hasta allí, y sólo desde aquel punto se la volvía a coger. Esperó y esperó y esperó y esperó.
Esperó más.
María no aparecía por ninguna parte. Victoria pensó que le habría pasado algo. A lo mejor la habían castigado en el colegio y todavía no había conseguido salir. Volvió. El colegio estaba cerrado. Se asomó por la ventana de la clase de su hermana. No había absolutamente nadie. El conserje había dejado una nota que decía que salía un momento a hacer un encargo y no volvería en dos o tres horas (ponía la hora a la que lo había escrito, para no dar lugar a confusión). Victoria se sentó donde se sentaba el gato Mussi y esperó.
Nadie.
Tenía ganas de llorar. Sólo tuvo ganas de llorar una vez cuando su madre le obligó a comerse la sopa y ella no tenía hambre. Le ponía la cuchara en los labios, apretando, y le tocaba los dientes. No quería sopa. Le dio una bofetada y se levantó de la mesa. Antes de que pudiera dar un paso, su madre la cogió por el hombro y la volvió a sentar.
Come.
Come, come, come.
Mira tu hermana qué bien se está tomando la sopa.
Aquello la hirió profundamente. Su hermana, que parecía una estúpida comiendo, que la sopa se le caía de la cuchara al plato y se la volvía a comer. Le daba asco verla comer. Aquella noche no tenía hambre. Nunca en su vida había tenido tan poca hambre como aquella noche. Si tuvo ganas de llorar era sólo porque mira tu hermana qué bien se está tomando la sopa.
Ahora tenía ganas de llorar otra vez. No sabía dónde estaba María. No era por eso que quería llorar. No sabía por qué, pero por eso no. Sentada donde el gato Mussi, vio aparecer a su madre, que venía corriendo a buscarla. Ella sí estaba llorando.
En su casa todos se atrevían a llorar menos ella.
Mira tu hermana qué bien llora.
Imagen: B. Berenika