
Así se vive cuando tienes un corazón helado.
Como yo: entre sombras, arrastrándose sobre la roca fría,
bajo las copas inmensas de los arces
LOUISE GLÜCK
Dice que va a venir un tipo con una máquina de fotografiar para que el mundo entero sepa lo que tenemos aquí. Y dice aquí como si en otros lugares no existiera una igual a mí, uno como él. Dice aquí y parece que ha recorrido el mundo entero y por un momento creo que no le conozco, que no sé cómo se esconde del miedo, que apenas le reconocería por la calle si se cambiara la camisa que lleva siempre, una de cuadros negros y azul oscuro que lavo sólo los lunes. Así que va a venir un tipo a fotografiarnos, le digo, le desafío, le ridiculizo, y él dice sí y se pone tan serio que temo que algo malo vaya a ocurrirnos. Se sienta y se levanta de su silla, y digo su silla porque no hay nadie más en esta casa que la use, está inquieto por ese tipo de la máquina de fotos. Se pone delante de mí y me pregunta si huele bien. Le digo que en los retratos eso no se notará y me dice que no sea estúpida, que quiere causarle buena impresión al fotógrafo. Para mí es un día como otro cualquiera: me he levantado cuando todavía era de noche, he ido a la cuadra a cuidar del ganado, he vuelto a casa para comer lo que mamá nos ha preparado. Y ahora el mundo queda inmóvil porque Eliot confía en ese hombre al que no conocemos todavía pero que por lo visto va a hacer algo excelente por nosotros que es sólo sacarnos unas fotos para enseñarnos al mundo entero y que sepan lo que hay aquí. ¿Pero es que alguien sabe lo que hay aquí, alguien, de los nuestros? Eliot se desespera porque no estoy tan excitada como él. Se queja como un niño pequeño, como cuando él mismo era un niño y le iba siempre a mamá con alguna mentira sobre mí. Así está ahora mismo Eliot, con tonteras, paseando de un lado a otro, impaciente, quejándose flojo pero constante. Eliot tiene dos años menos que yo pero siempre se ha comportado como si fuera un padre. También lo hizo porque ninguno de los dos tenía padre y decidió que yo lo merecía. Aunque ahora somos hermanos porque mamá nos acogió en su familia, no le conocí hasta que tuvo él siete años. Al verlo pensé: tiene la cara más fea que he visto en mi vida. Y después se convirtió en mi padre con sólo ocho años y cuando le miraba de perfil no me parecía tan horroroso. Yo llevaba ya algunos días en casa de mamá, aunque todavía no la llamaba así. Hasta el primer día que sí lo hice no había llamado a ninguna mujer como a una madre. Eliot, en cambio, nunca lo ha hecho. Tampoco creo que lo hiciera con su madre anterior, con la de verdad, si es que alguna vez estuvo con ella de veras, porque nunca me lo ha contado, tantos años como hemos pasado juntos. Podría haber llamado madre a la tía Maggie porque al fin y al cabo era lo más parecido que tenía, pero ella me lo tenía completamente prohibido. Decía: no tienes por qué llamarme mamá. Pero yo tenía la necesidad. Decía: tu madre era una buena mujer, aunque ahora no lo creas. Pero no comprendía qué le hacía pensar a la tía Maggie que yo no creía tal cosa, de modo que no lo creía. Una noche, de las primeras, le hablé a Eliot de la tía Maggie y no dijo nada. Estábamos en el cuarto que mamá nos había preparado para los dos y le conté algunas cosas de mi vida anterior a conocer todo lo que conocíamos juntos. Eliot no dijo ni una palabra hasta que le pregunté si se había quedado dormido y dijo: no. Después de aquello no he vuelto a hablarle de la tía Maggie ni tampoco a hablarle de nada anterior a esta casa. Eso es lo que hace que no deje de contármelo a mí misma, porque no quiero olvidar nada de lo que allí ocurrió. Tampoco lo que aquí, pero aquí está Eliot, y tiene una gran memoria.
Algunas noches entra nuestra madre al cuarto y pregunta: ¿están bien aquí, muchachos? Porque siempre nos ha tratado de usted, menos una vez que Eliot me apuntó con un rifle que había robado y decía que iba a matarme, cuando mamá se dirigía a mí, no me trataba de usted, me decía tú, tú. Me decía: Susan, tú no te preocupes, Eliot no va a hacerte nada. ¿No es así, Eliot? A él sí le seguía hablando de usted, pero Eliot tenía una cara que no era la suya y casi parecía sordo. Asentía con la cabeza sin que tuviéramos claro que era a nosotras a quien contestaba pero no dejaba de apuntarme con el rifle y yo no tenía miedo, porque nunca lo tengo y menos de él. Cuando entra en nuestro cuarto y pregunta si estamos bien, yo siempre miento y digo que sí. Eliot ni siquiera se molesta y ya, después de las primeras semanas, ninguna de las dos esperamos su contestación. De cuando Eliot me apuntó con el rifle no se habla nunca. Madre vino una mañana a la cuadra y dijo: no vaya a hablar nunca de lo que ocurrió, no sea que se lo recuerde. Como si Eliot pudiera olvidarlo. Pero obedezco y guardo silencio, pero me lo cuento para que no se me olvide, lo mismo que con las cosas de la tía Maggie.
A la tía Maggie le habría gustado que nos fotografiara un hombre para que el mundo viera lo que aquí tenemos. Una vez tuvimos que acudir a la ciudad para que nos retrataran a todos porque ella quería darse ese capricho: dejadme que me dé este capricho, decía. Y nos peinaba y arreglaba a todos, nos limpiaba los zapatos, nos besaba incluso y posaba sonriente. Empeñó todo el oro que tenía, que era tan poco, para poder tener aquel retrato. Ahora le encantaría que un tipo viniera y nos sacara una con su máquina sin tener que empeñar nada, sólo para el mundo, sólo por lo que aquí está ocurriendo. Mamá, en cambio, en cuanto supo el tema de la fotografía, se puso tensa. Decía: qué querrán. Como si tuviéramos algo que pudiera interesar a alguien, como si tuviéramos qué ofrecer. Eliot intenta tranquilizarnos porque él desea que el mundo sepa de él, pero acaba tratándonos como a estúpidas por no compartir con él el entusiasmo. Yo no le he dicho que cuando vivía con la tía Maggie me hice una con los demás, porque sé que no le gustará. Creo que mamá tampoco lo sabe. La tía Maggie decía: así siempre serás pequeña. Porque cuando sacó el retrato yo tenía cinco años y decía que una mujer al crecer lo único que hace es sufrir, sufrir como un animal, como una vaca recién parida. Ella siempre estaba así como decía: la tía Maggie era gorda, rosada, ancha, con unos grandes pechos, con olor a comida, con una trenza parda larga hasta el final de la espalda, y sufría con desespero por cualquier cosa, incluso por mí, que nunca la necesité excepto para decirle mamá, y como no me dejaba, ni siquiera para eso. Decía que desde que el tío se había marchado no sabía cómo defenderse de la gente. Me lo decía cuando tenía cinco años y todavía no comprendía que un hombre abandonara a su mujer y sus hijos, me decía el tío sin decir su nombre y yo pensaba que no me estaba hablando a mí, porque no sabía que tuviera uno. Ahora yo también abandonaría a la tía Maggie si fuera el tío. La abandonaría una y todas las veces, porque no soporto a las mujeres que sufren como una vaca recién parida. La hermana de mi madre, de esta madre, se parece tanto a la tía Maggie, por eso no me gusta aunque no se lo diga a nadie, aunque ni siquiera ella pueda notarlo, porque cuando tengo un secreto, lo tengo de verdad. Siempre que viene a casa dice: no sabes lo que me ha pasado. Y nos cuenta todo por lo que sufre y para mí que hasta la oigo cómo muge y acabo por no comprender sus palabras. Si pudiera abandonar a la hermana de madre, lo haría todas las veces. Eliot dijo una noche que la mataría sin que yo se lo preguntase. Y supe que lo decía en serio, que la ahorcaría, que le apuntaría con un rifle como hizo conmigo y su cara ya no sería la suya hasta matarla y entonces volver. Cuando dice esas cosas delante de madre ella se hace una cruz en el pecho y le pide en alto a Dios por él. Tengo la sensación de que Eliot también le hace de padre a nuestra madre. Eliot le haría de padre a cualquiera.
Algunas noches entra nuestra madre al cuarto y pregunta: ¿están bien aquí, muchachos? Porque siempre nos ha tratado de usted, menos una vez que Eliot me apuntó con un rifle que había robado y decía que iba a matarme, cuando mamá se dirigía a mí, no me trataba de usted, me decía tú, tú. Me decía: Susan, tú no te preocupes, Eliot no va a hacerte nada. ¿No es así, Eliot? A él sí le seguía hablando de usted, pero Eliot tenía una cara que no era la suya y casi parecía sordo. Asentía con la cabeza sin que tuviéramos claro que era a nosotras a quien contestaba pero no dejaba de apuntarme con el rifle y yo no tenía miedo, porque nunca lo tengo y menos de él. Cuando entra en nuestro cuarto y pregunta si estamos bien, yo siempre miento y digo que sí. Eliot ni siquiera se molesta y ya, después de las primeras semanas, ninguna de las dos esperamos su contestación. De cuando Eliot me apuntó con el rifle no se habla nunca. Madre vino una mañana a la cuadra y dijo: no vaya a hablar nunca de lo que ocurrió, no sea que se lo recuerde. Como si Eliot pudiera olvidarlo. Pero obedezco y guardo silencio, pero me lo cuento para que no se me olvide, lo mismo que con las cosas de la tía Maggie.
A la tía Maggie le habría gustado que nos fotografiara un hombre para que el mundo viera lo que aquí tenemos. Una vez tuvimos que acudir a la ciudad para que nos retrataran a todos porque ella quería darse ese capricho: dejadme que me dé este capricho, decía. Y nos peinaba y arreglaba a todos, nos limpiaba los zapatos, nos besaba incluso y posaba sonriente. Empeñó todo el oro que tenía, que era tan poco, para poder tener aquel retrato. Ahora le encantaría que un tipo viniera y nos sacara una con su máquina sin tener que empeñar nada, sólo para el mundo, sólo por lo que aquí está ocurriendo. Mamá, en cambio, en cuanto supo el tema de la fotografía, se puso tensa. Decía: qué querrán. Como si tuviéramos algo que pudiera interesar a alguien, como si tuviéramos qué ofrecer. Eliot intenta tranquilizarnos porque él desea que el mundo sepa de él, pero acaba tratándonos como a estúpidas por no compartir con él el entusiasmo. Yo no le he dicho que cuando vivía con la tía Maggie me hice una con los demás, porque sé que no le gustará. Creo que mamá tampoco lo sabe. La tía Maggie decía: así siempre serás pequeña. Porque cuando sacó el retrato yo tenía cinco años y decía que una mujer al crecer lo único que hace es sufrir, sufrir como un animal, como una vaca recién parida. Ella siempre estaba así como decía: la tía Maggie era gorda, rosada, ancha, con unos grandes pechos, con olor a comida, con una trenza parda larga hasta el final de la espalda, y sufría con desespero por cualquier cosa, incluso por mí, que nunca la necesité excepto para decirle mamá, y como no me dejaba, ni siquiera para eso. Decía que desde que el tío se había marchado no sabía cómo defenderse de la gente. Me lo decía cuando tenía cinco años y todavía no comprendía que un hombre abandonara a su mujer y sus hijos, me decía el tío sin decir su nombre y yo pensaba que no me estaba hablando a mí, porque no sabía que tuviera uno. Ahora yo también abandonaría a la tía Maggie si fuera el tío. La abandonaría una y todas las veces, porque no soporto a las mujeres que sufren como una vaca recién parida. La hermana de mi madre, de esta madre, se parece tanto a la tía Maggie, por eso no me gusta aunque no se lo diga a nadie, aunque ni siquiera ella pueda notarlo, porque cuando tengo un secreto, lo tengo de verdad. Siempre que viene a casa dice: no sabes lo que me ha pasado. Y nos cuenta todo por lo que sufre y para mí que hasta la oigo cómo muge y acabo por no comprender sus palabras. Si pudiera abandonar a la hermana de madre, lo haría todas las veces. Eliot dijo una noche que la mataría sin que yo se lo preguntase. Y supe que lo decía en serio, que la ahorcaría, que le apuntaría con un rifle como hizo conmigo y su cara ya no sería la suya hasta matarla y entonces volver. Cuando dice esas cosas delante de madre ella se hace una cruz en el pecho y le pide en alto a Dios por él. Tengo la sensación de que Eliot también le hace de padre a nuestra madre. Eliot le haría de padre a cualquiera.
Imagen: Walker Evans
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